Publicado en la Antología Internacional de Cuento Migración (antología). Real Academia Internacional de Arte y Literatura. Bolivia. Año 2024. Disponible en: Google Drive.
Un día 29 de junio de 1923 arribaba
mi abuelo Antonio en un barco, desde Italia y con la esperanza de la
prosperidad, a la provincia de Buenos Aires, Argentina. Se casó, no sabemos
dónde, con Linda, también italiana, y tuvieron dos hijos.
Su identidad fue sometida a una
adaptación: Ya no era Antonio Giuseppe, ahora era Antonio José. Y ya no era
“l'italiano”, era “el tano”.
Apreciaron Argentina, pero añoraban
la Italia que ya conocían: la familia, la cultura, las costumbres. Y
abandonaron todo, para volver al confort de su tierra evocada. Pero al
retornar, se encontraron con que lo que recordaban cambió: ahora gobernaba
Mussolini.
Y vivieron en la más terrible
miseria, siendo lo más cercano a tomar un café con leche un café negro con un
trocito de manteca. Ahora en Argentina es más cara la manteca que la leche: las
vueltas de la vida son una locura risible.
Tuvo a sus hijos aquí, y sus hijos
tuvieron hijos, y una de esas hijas me tuvo a mí.
De chica, me dijo que debería
aprender inglés, porque “así se abren más oportunidades”. Me quejaba todo el
tiempo, pero ahora trabajo de intérprete para los Estados Unidos, desde mi casa
en Argentina.
Y los estadounidenses me dicen
“Feliz día de gracias” en noviembre, y ni siquiera sé qué festejan en esa
costumbre. Pero yo les digo “gracias, igualmente”. Y me sentí rara cuando me
dieron los días de Thanksgiving libres, pero los aproveché, y llevé a comer a
mi mamá.
En mi trabajo, veo a otros latinoamericanos
en la lucha por entender el nuevo idioma, por trabajar, por darle una nueva
oportunidad a sus hijos, por prosperar, por tener un mejor hogar. Y veo el
esfuerzo que realizan en estudiar un nuevo idioma a los treinta, cuarenta,
sesenta, incluso ochenta años. Dejan todo lo que conocen por el sueño del
bienestar.
Diariamente, me replanteo muchas
cosas. Crecí escuchando que la economía argentina era inestable, que los
políticos eran corruptos, que la educación ha perdido calidad, y que Europa
está estable. Mi hermano se fue a Alemania, dice que se vive muy bien, pero al
mismo tiempo, tuvieron que hacer ilegal un partido político neonazi. Sus hijas
hablan espalemán, o alemañol, y aunque nacieron en argentina, a veces siento
que tienen nacionalidad alemana. Y pienso en la posibilidad de mudarme a
Inglaterra, porque hablo inglés, o a Italia, porque también hablo el idioma, y
porque por la migración de la época del bisnonno, muchas costumbres son similares.
Pienso también en el cambio, cómo un lugar próspero puede convertirse en lo
opuesto. Porque sí, nada es perfectamente estable.
Pero a veces también pienso en
tomar mate por las mañanas con mi mamá, en las universidades que me dieron la
oportunidad de crecer y graduarme, en mi perra Katara que solo entiende
palabras en español, en las pizzas argentinas, que no saben a las italianas, en
las empanadas, en los lugares a los que me gusta ir simplemente tomando un tren,
a los que ya no podría ir tan seguido, en el coro de mujeres que me empoderó
tanto, en los espacios literarios en los que pude leer y ser parte, y hasta
publicar libros.
Porque nunca tuve nostalgia, pero
no sé si la sentiré al irme.
Y me pregunto, siendo que ahora es
mi momento de ahorrar, si es el momento de tomar una decisión: ¿debería
quedarme o irme?
Las personas somos como el cosmos: nada perdemos, todo lo transformamos. Nos movemos, nos adaptamos. Vamos, venimos, aprendemos, migramos. Pero en la transformación queda el recuerdo.
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