Publicado en la antología Sin fronteras, 20 años después de CEN ediciones. Ganador de una mención especial. Año 2019.
Hace ya mucho tiempo, un día veinte
de enero, nacieron dos niños en un mismo país, con las mismas leyes, el mismo
rostro, el mismo cabello negro azabache, los mismos ojos color caoba, la misma
curiosidad, la misma inteligencia y la misma forma de llorar y reír. Eran tan parecidos
que si hubiesen nacido en el mismo hospital cualquier enfermero hubiese pensado
que eran gemelos
El primero nació en una clínica
privada. Sus padres habían deseado durante años tener un niño y, luego de
muchos tratamientos hormonales, nació Augusto, llamado así en honor a su abuelo
fallecido.
Su padre, Ricardo, era un
empresario muy adinerado, dueño de una fábrica que habían fundado sus padres y
que sin duda heredaría un día su hijo. Era una de esas fábricas que explotaba trabajadores
para generar riquezas, riquezas que solo llegarían a las manos de Ricardo y su
familia.
Su madre Ruana se había casado con
Ricardo cuando ella tenía dieciocho y él treinta y dos, lo que la sacó de su
vida pobre y la posicionó en la clase alta. Al poco tiempo se olvidó de sus
raíces, de su familia y de su humildad, y empezó a creer que era mejor persona
por tener un poco más de dinero. Ricardo y Ruana formaban una familia
convencional, tradicional y muy conservadora. Ricardo era el que trabajaba y
Ruana la que cuidaba de la casa y el hijo, lo que con el tiempo comenzó a
desgastar la relación porque Ruana se sentía incompleta y Ricardo creía que
ella le debía todo.
El segundo nació en la villa. La
partera – que conocía bien a Kathy desde hace rato – le había dicho que tenía
que ser consciente, que no podía seguir teniendo chicos, que debía cuidarse.
Pero Kathy parió a su tercer hijo, Jonathan.
Kathy era lo que llamaban un “caso
perdido”. Venía de una familia muy humilde de diez hermanos. Apenas pudo terminar
la primaria porque el padre le dijo que cuando le viniera la menstruación ya
iba a ser adulta y tenía que ayudar a pagar los gastos porque no había para
comer. Kathy aprendió desde muy chiquita que para comer tenía que dejar que la
fornicaran, y así creció desamparada y violada por muchos.
Jonathan no tenía padre. Sus
hermanos tenían de padre al Seba, pero un día agarró sus cosas y se fue porque pensaba
que la Kathy era una puta de mierda. El Johny fue un descuido con un cliente. Y
ahora se tenía que hacer cargo, por “puta”, por “negra”, por “pobre”.
Augusto vivía en una mansión que
tenía quince habitaciones, dos cocinas, tres baños y un SUM. Su patio era tan
grande que podían caber cinco mil personas cómodamente. Tenía una piscina
enorme, una parrilla amplia, un jardín lleno de flores y una fuente de agua que
parecía mágica, con luces, flores y peces de colores.
Jonathan no tenía peces de colores,
ni flores, ni luces bellas: tenía que conformarse con dormir en una cama con
sus dos hermanos y sus cuatro primos que la Kathy cuidaba porque el Brian, su
hermano, estaba preso. Su casucha solo tenía una habitación con techo de chapa,
muchas goteras y un anafe donde hacían la comida. Baño no había, había que
hacer afuera de la casa. Mientras Augusto sentía olor a flores y naturaleza,
Jonathan sentía olor a humedad, pis y desechos.
Ricardo y Ruana querían lo mejor
para su hijo y por ello lo alimentaban con una dieta muy variada y balanceada,
libre de agrotóxicos, gluten y productos transgénicos, así como también lo
llevaban al centro de deportes más cercano donde descubrió su pasión: el fútbol.
Augusto tenía talento, tiempo, dinero, un estómago lleno y comodidades.
El Johny empezó a juntar cartones
cuando tenía cinco años. Sus hermanos, sus primos y él juntaban cartones
mientras la Kathy trabajaba sexualmente. Johny a veces jugaba al fútbol en la vereda
con los vecinos de la villa y le gustaba muchísimo. Tenía un gran talento,
mucho más talento que Augusto, pero no tenía tiempo porque tenía que trabajar e
ir al colegio, no tenía dinero porque era pobre y muchas veces no tenía el
estómago lleno porque había que racionar la comida y no se puede hacer mucho
con un poco de arroz, papa, carne picada y salchichas.
Augusto terminó la primaria con
honores. Había ido a una escuela trilingüe: aprendió inglés y francés y asistió
a clases de piano. Finalizó la escuela primaria teniendo un futuro marcado: se
dedicaría a ser futbolista profesional.
Johny la dejó en cuarto grado.
Soñaba con ser un futbolista profesional también, pero la Kathy le había dicho
muy claro que no se podía, que tenía que “cartonear” con los hermanos y los
primos porque no había para comer, que soñar era para los ricos.
Augusto empezó la secundaria en la
misma escuela trilingüe y era muy popular: chicos y chicas estaban muertos por
él porque era muy lindo, muy inteligente y muy rico. Por eso su tiempo en ese
instituto fue grato y fructífero: la pasó bien, se divirtió en toda clase de
fiestas con sus compañeros y egresó con el mejor promedio mientras seguía
entrenando, lo que le permitió al finalizar prepararse viajando por el mundo
con los mejores couchs deportivos y futbolistas.
Pero ocurrió un accidente
inesperado: él tenía novia y había quedado embarazada. Pensaron en el futuro y Augusto
le dio dos opciones: darlo en adopción o pagarle el aborto, porque jamás iba a
reconocerlo. Finalmente, abonó todo el proceso y tomó su avión rumbo a sus
sueños.
Johny siguió cartoneando y, poco a
poco, intentó obtener ingresos de otras maneras. Tuvo una etapa difícil donde
las drogas, el alcohol y el robo fueron su vida diaria, pero la conoció a la
Jesica y el mundo turbio y oscuro se le vino abajo. Se enamoraron y quedó
embarazada muy rápido y, aunque la Kathy lo quería moler a golpes por idiota,
lloraba de emoción porque iba a ser abuela. Johny pensó en abortar, pero vio a
su hermana Loli morir desangrada por intentar interrumpir su embarazo con
perejil. No quiso saber nada con verla morir a la Jesica y, como pudieron,
hicieron lugar en el ranchito para el bebé.
Cuando Augusto volvió lo hizo con toda
la experiencia necesaria para el éxito y su padre pudo acomodarlo en un equipo
de fútbol. Así, Augusto cumplió su sueño y fue muy reconocido. En sus tiempos
libres iba de fiesta o hacía viajes. Publicaba en sus redes sociales todo lo
que hacía y sus fotos se llenaban de comentarios, corazones y emoticones.
El Johny la tuvo más difícil,
porque a la Kathy le agarró una infección en el páncreas y se murió, una
infección que también le agarró a Ruana pero logró salvarse gracias a su obra
social y sus médicos prestigiosos. Cuando la Kathy se murió el Johny se deprimió
de una forma horrible, pero la Jesica estuvo firme a su lado en todo momento.
Un día ocurrió algo especial. El
Johny estaba cartoneando y encontró una tele tirada en la calle. Se la llevó a
su casucha, se fijó si funcionaba y prendió. Por primera vez en su rancho había
una tele, una tele que distraía, una tele que relajaba, una tele que te hacía
olvidarte de tus problemas…, pero esto no era lo especial.
Pudo ver un partido de fútbol desde
su propia tele por primera vez, pudo ver y gritar los goles desde su casa y no
escuchar el partido desde esa radio vieja, fea y que casi no emitía sonido.
Lo vio a Augusto, lo vio meter
cinco goles, cinco goles seguidos. Al final del partido entrevistaron al equipo
ganador y Jonathan vio a Ruana…, a la Ruana. Era la hermana de su madre, la hermana
que se había ido y nunca más volvió.
La reconoció por una foto que la
Kathy tenía guardada y recordó la historia que le había contado hacía ya un
tiempo. La Ruana le había dicho que se iba a casar y que a su nuevo marido no
le gustaba que se acercara a la villa y por eso no iba a volver. La Kathy se
enojó muchísimo, pero la Ruana le dijo algo que sentía:
—Kathy, quiero tener una vida normal, no quiero seguir chupando pitos por plata, no me quiero morir de SIDA, quiero vivir en paz.
—Kathy, quiero tener una vida normal, no quiero seguir chupando pitos por plata, no me quiero morir de SIDA, quiero vivir en paz.
El Johny quiso ir a visitarlo y
contarle que era parte su familia. Decidió ir a la salida de un partido porque
no tenía plata para pagar la entrada y hasta el pasaje era difícil de abonar
con las pocas monedas que ganaba. Tomaron tres transportes para llegar, lo que
los llevó a tener que soportar dos horas y media de viaje con colectivos llenos
de gente que iba o volvía de trabajar.
Llegaron. Había mucha gente,
muchísima. Vio salir a varios futbolistas y lo vio a él: peinado, perfumado,
recién bañado, seguramente había aprovechado las duchas del estadio para verse
presentable ante las cámaras. Tenía puesto un traje que el Johny nunca iba a
poder pagar, ni siquiera con todas las monedas de toda su vida trabajada.
Johny, ese Johny que creció
juntando cartones, robando, intentando formar una familia, moliéndose a
trompadas por plata, drogas o incluso hombría, ese Johny que lucía exactamente
igual a Augusto.
Bueno, en realidad, ya no lucían
tan parecidos. Augusto tenía las manos lisas e hidratadas, Johny las tenía
lastimadas y secas. Augusto tenía la tranquilidad de que nunca iba a rogar
llegar a fin de mes, y Johny nunca llegaba. Augusto tenía el orgullo de tener premios
por su talento, los mejores entrenadores, fama, mansión y autos, y Johny tenía
el orgullo de poder darle de comer a su hijo aunque a veces él no se alimentara
para que su bebé estuviese sano. Augusto tenía un look juvenil y Johny parecía
diez o quince años mayor.
Johny se acercó, solo se acercó, ni
siquiera lo tocó. Llegó a gritar “Augusto” y hacer una seña simpática antes de
que el guardia de seguridad lo empujara y le dijera que se retirara.
Por negro.
Por pobre.
Por cartonero.
Antes de irse, llegó a oír las
palabras que dijo por lo bajo Augusto, palabras que las cámaras tomaron y luego
serían objeto de polémica en programas de chimentos:
—Estos negros de mierda…, habría que
matarlos desde chiquitos.
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