Ilustraciones propias.
La piel de Augusta estaba agrietada
como la corteza de los árboles y de tan viejita empezó a achicarse y a doblarse
hacia adelante. Caminaba con su andador por todos lados.
Vivía sola, su marido había fallecido y
no habían tenido hijos. Eso le causaba tristeza.
Su casa se encontraba cerca de un
bosque misterioso: existían rumores sobre aquel lugar. Nadie se acercaba porque
los pocos valientes que lo habían hecho nunca regresaron…
Pero una noche Augusta estaba soñando
con su difunto esposo y así, sonámbula, tomó su andador y se internó en el
bosque.
Cuando despertó se sintió rejuvenecida.
A su alrededor había un prado cubierto de bellas y coloridas flores.
Aquel lugar parecía mágico: habían
animales peculiares, jamás vistos, personas que hacían encantamientos,
criaturas bellas y criaturas extrañas. Hasta el césped parecía ser tomado de un
cuento de hadas.
Entonces un hombre muy elegante, de
cabello rubio y ojos oscuros, le dio la bienvenida.
—¿Dónde estoy? — preguntó Augusta, maravillada.
—Estás en el mundo de
la imaginación. Aquí, todo lo que escribas se hará realidad.
Augusta observó lo que la rodeaba. Se
dio cuenta de que los personajes más famosos se encontraban allí: Romeo y
Julieta estaban sentados, conversando y riendo. Harry Potter – ya adulto –
utilizaba su varita para iluminar el bosque, que todavía estaba oscuro. Y a lo
lejos se veía un unicornio alado descender desde un arcoíris.
—Pero... ¿cómo llegué
hasta aquí?
—Estabas soñando,
imaginabas, y te conectaste con nuestro mundo cuando ingresaste al bosque.
Como aún no podía creer lo que estaba
oyendo, Augusta le pidió una hoja y una pluma al personaje, y escribió:
“Había una vez una planta inteligente e indestructible, que
hablaba, reía y amaba regalar sus hojas porque curaban todas las enfermedades
y, además, sabían a torta de chocolate.”
Pocos segundos más tarde un humo blanco
envolvió el bosque y, a su lado, comenzó a brotar la planta parlante que ella
misma había descrito. Al verla, le provocó la más bella sonrisa y le dijo:
—¿Te gustaría una
hoja, Augusta? — la viejita arrancó
una, la comió y su cuerpo dejó de padecer dolores.
Fue entonces que Augusta, temerosa,
escribió un párrafo con mucho sentimiento:
“Érase una vez, había una vez…”
“Simplemente desearía tener dos nietitos en este momento,
una niñita y un varoncito, como siempre soñé.”
Y así, vio cómo iban apareciendo dos
pequeños niños, tal como ella lo había deseado. Con sus ojos llenos de
lágrimas, abrió sus brazos para recibir un abrazo que había esperado por más de
cuarenta años.
—¡Abuelita! — gritaron, y ambos fueron corriendo a
abrazarla. Los llamó Anabela y José.
Juntos, se fueron a vivir a una casita
en el medio del bosque. La abuela les hacía las meriendas más ricas, las
galletitas de chocolate más apetitosas, les contaba cuentos y los cuidaba en
todo momento.
Pero los nietitos no se sentían bien,
porque sabían que habían sido imaginados y creían que su abuela no los amaba lo
suficiente por esa razón.
Un día se acercaron, y le preguntaron
muchas cosas: por qué no los había imaginado antes, por qué no imaginó hijos
primero, por qué, por qué, por qué..., hasta que su abuelita, con esa sonrisa
que refleja tantos años vividos y comprendiendo la razón de la pregunta de sus
nietitos, les dijo:
—¿Cómo no voy a
amarlos, si yo misma los imaginé con tanto cariño?
Y así, Augusta, Anabela y José vivieron
muchos años entre el bosque mágico y el mundo real. La viejita nunca dejó de
escribir, llegando a publicar un libro donde sus nietitos eran sus personajes
principales. Hasta que un día, recostada en su cama y riendo al ver a sus
nietos jugar tan felices, escribió la palabra “fin”.
Extra: ilustraciones del cuento Los hisopos de Rigoberto de Norma Minniti, perteneciente a la misma antología.
Comentarios
Publicar un comentario
¡Deja tu comentario! <3